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Mi experiencia “bientuve” 5 meses después…

Domingo 13 de Noviembre. Otoño. Zumo de remolacha y manzana, chai, tostadas con aguacate y el placer de la lectura en el sofá -o en la cama- convierten cualquier mañana de domingo en un auténtico lujo. Barato y sencillo. Y así empecé el día, las horas fueron pasando sin que les prestara mucha atención, algo que me ocurre con frecuencia, hasta lograr que se me hiciera tarde y acabara cogiendo un taxi para llegar a tiempo a la experiencia Beintuitive que Vanessa Bejarano me brindaba. De un plumazo, mi gestión del tiempo transformó la tranquilidad del domingo en prisas, stress y algún que otro auto-reproche.

Llegué al lugar intrigada y algo nerviosa por la incertidumbre, curiosa y un tanto aturdida por la gente que fuera a participar. También, siendo sincera, inquieta por la presión de “estar a la altura” de la experiencia y mi trato con Vanessa. De vez en cuando me venían pensamientos a la cabeza del tipo, “¿y si no sientes nada?”, o peor aún, “¿y si no te gusta?, ¿y si va en contra de la forma en que ves el mundo?”. Estas preguntas que me avasallaban no eran más que mis propios miedos a flote. Si la ignorancia es atrevida, el miedo a lo desconocido lo es mucho más. Son las trampas que me pongo para no salir de la zona de confort, mis propias resistencias a romper esquemas, a probar, a disfrutar. 

La experiencia Beintuitive tiene como objetivo despertar la intuición, esa parte que tenemos dormida o que cuando la sentimos la metemos debajo de la alfombra. A mí, voy a confesarlo, me pasa mucho. Tengo la alfombra llena de “intuiciones sin atender”. Luego, cuando pasa el tiempo y me doy de bruces con alguna situación “escabrosa”, ato cabos y me digo con látigo en mano, “no quisiste verlo y lo tenías frente a tus narices”. O “si es un perro te muerde”. Casi siempre me ocurre cuando ya no hay marcha atrás. Ahora sé que es otra resistencia interna, una mala jugada de mi potente e incansable mente que consigue adormecer al cuerpo y que sólo le preste atención a ella. Sí, es una egocéntrica y una maltratadora y a mi pobre cuerpo lo tiene paralizado. A veces mi cuerpo se envalentona, se pone rebelde y me grita que le haga caso. Llega incluso a declararse en huelga. Sus mejores armas son la sinusitis y los desarreglos hormonales.

Volviendo al día en cuestión, llegué a Ohanami (espacio dónde se realizaba la experiencia) la primera, con prisa, reproches y 15€ menos. Vanessa estaba preparando la sesión. Dejé el abrigo y el bolso y me puse a practicar uno de mis hobbies preferidos, observar. La mente observa, el cuerpo siente. Así con todo. La energía que se respiraba me relajó. La belleza del local, la disposición de la mesa en la que íbamos a trabajar, -grande, de madera, como anclada al suelo, echando raíces-, la decoración y por supuesto las flores, me transportaron a algún lugar recóndito de mi memoria. Un lugar cómodo y seguro que me invitó a explorar y me permitió abandonar – aunque fuera a trompicones- mi recurrente papel de observadora, dejándome caminar sin ir de puntillas, el propósito que me marqué hace meses y que olvido sin siquiera darme cuenta. Cuánto esfuerzo.

Para comenzar Vanessa nos invitó a escribir en una hoja las expectativas que traíamos sobre el taller para a continuación sugerirnos que hiciéramos una bola con el papel y la lanzáramos al aire. Vaya, que nos olvidáramos de las expectativas. Me sorprendió muy gratamente. Y me quitó un gran peso de encima. Me cuesta horrores soltar las expectativas de cualquier cosa, es un peso que arrastro incluso cuando quiero evitarlas. En esas situaciones es incluso peor, me espían por el rabillo del ojo amenazantes y con ganas de venganza. Las expectativas casi siempre decepcionan e imposibilitan la naturalidad de la vida. Otras resistencias mentales que me acartonan el cuerpo. Días más tarde, -sin relacionarlo con el taller-, colgué una foto en instagram qué titulé “se vive mejor sin expectativas”. La aludida en la fotografía era una magdalena que había comprado pensando en las muffing de manzana y canela que tanto me gustaban cuando vivía en Londres y que cuando la tomé para desayunar no tuvo nada que ver con las originales londinenses y me fustró. La frase también era un recordatorio personal en relación a una cita que había tenido días antes y de la que no había salido decepcionada. Gracias a acudir sin expectativas, supe escuchar mis necesidades y también mis propios límites. Fue estupendo la tranquilidad y la fortaleza que me produjo. Flow lo llaman. También confianza en una misma.

Volviendo al taller, nos sentamos alrededor de una mesa y comenzamos. El ambiente era muy distendido, éramos un grupo pequeño, cuatro chicas y un chico. Ningún tipo de presión o desconfianza me acechaba. Abrimos nuestros “pack regalo” que tan mimosamente había preparado Vanessa. A mí me tocó el color verde, plastilina verde, conguitos verdes… y no pude menos que trasladarlo al proceso que estaba viviendo. Sentí con claridad que todo iba a salir bien, qué tenía la sartén por el mango. Y así fue. Ahora, siento que ese verde sigue conmigo, que este último año en el que la incertidumbre me persigue está mereciendo la pena, que es mejor renovarse a morir en vida, y me digo con una sonrisa “verde que te quiero verde”. En el pack-regalo también había una fruta de goma, una piña en el mío, y un corazón de corteza de árbol que me cautivó.

Realizamos una primera micromeditación en la que estuve inquieta, la espalda me dolía, sentía la garganta cerrada y los pies no paraban de moverse como si tuvieran vida propia. Mi cuerpo se revelaba, quería ganarle la batalla a mi abusadora y egocéntrica mente. Continuamos eligiendo una flor de los jarrones que estaban cerca de la mesa en la que nos encontrábamos. Al llegar me había fijado en las flores y me había llamado la atención una redonda, creo que era la flor del ajo. Me recordó a momentos pasados, a un viaje por tierras gallegas, a otra yo que ya no soy. Por eso no la elegí y opté por una Brassica, una flor que parece una especie de pequeño repollo que estaba pintada de rojo intenso, como el de la sangre. Elegante, divertida y sensual. Había rosas de color rosa pálido que rechacé por su vinculación con la construcción social del “amor romántico”. De nuevo mi mente jugándome malas pasadas, enjuiciando y no dejándome moverme con soltura.

Con las flores hicimos varias meditaciones en las que conseguí estar más centrada y menos inquieta. Sentí cercanía y complicidad con mi flor, aún no sabía cuál era su nombre, y me devolvió mi resistencia, frescura, flexibilidad y capacidad de camuflaje, cualidades de gran importancia en esa etapa de cambios que estaba -y estoy- atravesando. La reflexión de este momento, mientras escribo estas líneas meses después, saca a la luz algunas de mis necesidades: ser deseada, divertirme, seducir y no ponerme trabas para desenvolverme con naturalidad en cualquier situación. Menos mente y más cuerpo. Sólo puedo decir gracias Brassica por tus revelaciones, nunca es tarde si la dicha es buena.

Tras un breve descanso aderezado con una riquísima limonada, gominolas y frutos secos, cambiamos de espacio y de actividad. Tocaba moverse y trabajar el cuerpo. Caminamos en círculo y realizamos distintos movimientos, centrándonos en la cadera, que se me resistió. Me sentí torpe y apareció mi pepita grilla, -mi mente nunca descansa-, y con ella mi vergüenza de niña se despertó. Me di cuenta que no confío en mi cuerpo, lo que me boquea y me impide ser natural. En un post-it naranja con forma de corazón escribimos una pregunta que nos hicímos a nosotrxs mismxs de forma instintiva y que luego, depositamos en el suelo con cuidado. Después, por azar, tras un giro sobre el círculo creado, a cada persona le tocaba una de esas preguntas. A mí me tocó mi propia pregunta. Recuerdo que dudé un momento, pero sentía algo que me impedía deshacerme de ella. En el corazón naranja me preguntaba “¿De qué me escondo?”, y por extensión otras preguntas implícitas, “¿por qué escondo el cuerpo?, ¿por qué no me fio de mi cuerpo?, ¿qué me avergüenza?” Al final de la sesión hallaría mi respuesta.

Volvimos a la seguridad de la mesa de madera y escribimos nuestros miedos que borramos con la fruta de goma de nuestro pack. Fue muy revelador utilizar la piña para deshacerme de mis miedos. En general los miedos son sólo ideas -otro tipo de expectativas- que cuando las nombras y las reconoces, desaparecen. Así lo sentí. Mis miedos desaparecieron, podía ser o hacer lo que me propusiera. Gracias a la revelación de la flor con la que había trabajado, tenía resistencia, frescura, flexibilidad y capacidad para camuflarme ante las adversidades. Podía defenderme, no tenía nada que temer y el frío que había estado sintiendo todo el rato, desapareció.

Destruidos nuestros miedos haciendo un souflé de intenciones que me resultó divertido; mi juicio se había disipado. Todo estaba bien. Puse muchas intenciones en el souflé, casi todas relacionadas con retomar rutinas que me sientan bien y con las que disfruto. Nadar, yoga, escribir, soñar…

La última meditación la realizamos en otra sala de la planta de arriba del espacio, tumbados en el suelo. Vanessa nos guió para que al final de la meditación visualizáramos una palabra. La que me vino a la cabeza fue “AMOR”. La escribimos por detrás del corazón de corteza de árbol. Rápidamente, o mejor dicho, intuitivamente, la pregunta que me había hecho con el trabajo corporal se respondió. Me escondo del amor. Mi cuerpo se resiste a abrirse, a confiar y se siente torpe y se avergüenza, se bloquea y siente miedo. Miedo de desear y no ser correspondida, vergüenza de amar y ser abandonada. El corazón de árbol se encuentra en mi rincón favorito del salón, pero hasta ahora no había descubierto lo que me cautivó de él. Mis deseos y mis miedos más profundos. Salí de la sesión mareada, con los mismos síntomas que se tienen cuando te va a venir la regla, incluso con dolor de ovarios, y a la vez con una sensación de paz grandísima.

Esta experiencia bientuve, como me gusta llamarla, me aportó confianza en mí misma, me dio claridad sobre mis capacidades. Me permitió vislumbrar que a veces lo que deseo y lo que temo son dos caras de la misma moneda. También que yo misma puede ser mi peor enemigo.

Hoy, meses después, he descubierto que crear implica inevitablemente destruir, y elegir -una brassica- descartando otras flores. Que para lograr mis deseos tengo que escucharme, confiar en mi cuerpo y también soltar y no tener miedo a caer. Soltar mis miedos, mis expectativas, mis juicios y prejuicios. Que para ganar hay que arriesgar. Que puedo ser mi peor enemigo y también mi mejor compañera. Bella, juguetona, seductora, flexible, fresca, fuerte y camaleónica. Renovarse o morir. Aunque para reinventarnos, a veces, sea necesario morir.

Gracias Vanessa por mi bientuve y sus revelaciones.

Brassica
Autora invitada y participante de las experiencias Beintuitive®
Relato de una experiencia intuitiva con trabajo floral  (2016)

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